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18 mayo 2017

LA NOCHE DEL JUEVES SANTO. (Félix Gracia)

Compartiremos aquí, una vez más, y con mucho gusto, una pequeña gran enseñanza de un gran Maestro de Sabiduría que, tenemos la enorme suerte de tenerlo entre nosotros en estos tiempos difíciles de "final de los tiempos", porque, actualmente, está encarnado en la Tierra, en España, y que es conocido como: Félix Gracia, pero, -y nadie, o casi nadie, lo sabe- que, hace 2.000 años, le llamaron: Yohanan, hijo de Isabel y Zacarías, es decir, Juan, el Bautista.  Y, Juan el Bautista, fue la reencarnación del Profeta Elías. 

No olvidemos que también está entre nosotros otro gran Maestro de Sabiduría y Avatar, Maestro de Maestros, Jesús. ¿Dónde está? 

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“Nicodemo había ordenado la mesa, con exquisito detalle, en el centro de la sala más amplia y representativa de la casa. Jesús ocupó la cabecera y en el extremo opuesto se situó él. Los demás se acomodaron a ambos lados de la misma sin protocolo alguno. A la izquierda de Jesús y encabezando ese flanco se hallaba Judas. A la derecha, Juan, y junto a él, María. Eran en total treinta y dos. 

El signo de la preocupación se reflejaba en sus rostros. Entre ellos había trascendido ya la noticia de que Jesús les iba a dejar y que aquel encuentro no tenía como principal objetivo celebrar la Pascua, sino su despedida. La alegría inicial provocada por el reencuentro de todos, dio paso a una profunda tristeza y al temor. 

Aquél era un grupo de incondicionales que había desarrollado fuertes vínculos afectivos con Jesús, más allá incluso de la comprensión de su mensaje y de su representatividad; personas que le siguieron desde el amor irracional, a golpe de corazón, entendiendo poco y aun sin entender lo que decía, pero desde el convencimiento de que él personificaba la verdad misma, la que se siente como tal en el alma al margen de las palabras. 

Ellos constituyeron el sólido cimiento que dio firmeza al también afectivo y cálido Jesús, al que amaron ciegamente, con esa clase de amor que está preparado para dar la vida por el amado, mas no para perderlo. 

La turbación general también afectó a Jesús. Miró a cada uno profundamente conmovido, y sus ojos delataron la intensidad de sus sentimientos, acrecentados en los últimos días. 

Jesús era y se sentía más humano que nunca; testimonio real de que elevarse a la altura de Dios no conlleva la extinción ni el debilitamiento de lo de abajo, sino el apogeo de sus cualidades y la unión con Él, el sentir con Él, o en Él, que es la verdadera compasión. 

Así se sentía Jesús: compasivo, metido realmente en la piel de sus amigos; inmerso en sus sentimientos de afecto y de temor. Y así les habló igualmente, desde adentro; desde la fuerza de la sangre, que es el más terrenal de los sentimientos y el eslabón más fuerte de la cadena que une a los hombres y mantiene al alma atada al mundo. 

Jesús les dijo lo que ya sabían. Y lo que todos temían oír: que su misión en la tierra estaba a punto de concluir y sólo restaba el último acto, ya inminente. Con voz emocionada pero con firmeza, les habló una vez más de las semillas y de los frutos; del grano de trigo, de la tierra donde muere y de la espiga que nace. Les recordó que hay un tiempo para la siembra y otro para la cosecha; y que cuando llega aquel, el sembrador debe proceder a la siembra porque esa es su función, y ese su tiempo. 

Les dijo que él también era sembrador, portador de una semilla invisible, de las que nacen en el cielo y son sembradas en la tierra para el bienestar de los hombres; que su semilla era el amor, y el Reino de los Cielos su fruto; que para eso había nacido, y que todo cuanto vivió lo tuvo a ello por objetivo. Les dijo que el reloj del destino había señalado la hora, que esta era la despedida y que no le verían más… 

Como tantas otras veces, Jesús recurrió al lenguaje simbólico de las parábolas para explicar su proceso personal y el coherente final de su andadura humana, que es la muerte. La familiar metáfora del grano de trigo sirvió para que él les explicara no sólo el sentido de su muerte, sino el incalculable valor de la misma cuando la experiencia se realiza desde la conciencia de Dios, desde la certeza de que es Dios quien se da a Sí mismo en ese acto. 

Insistió en que él encarnaba esa oportunidad y que su acción constituía el desencadenante de un proceso de unificación universal; que la intención de su muerte era como una semilla sembrada en el alma, donde habría de germinar y crecer. Y que la cosecha estaba garantizada. Jesús, percibiendo la angustia en sus atribulados corazones, remarcó la conveniencia de su muerte diciéndoles que para ellos también era buena su partida, porque así se facilitaba su respectiva ascensión.  

Jesús remarcó muy especialmente que cada ser humano ya existe en el nivel o mundo donde es “uno y total”, donde todos son el “Hijo de Dios”, de cuya existencia él había dado testimonio con su vida. Pero había llegado el momento de que todos supieran que también lo son y lo experimentaran, y no sólo él, Jesús. Y para lograrlo, era preciso no hacer de Jesús la referencia única de ello, no convertirlo en Dios ni adorarlo, sino reconocer que él es la referencia transpersonal de todos, que él representa la versión superior de nosotros mismos, la más elevada, porque es “la que se sabe Dios”. 

Ante los atónitos rostros de sus amigos, afirmó que él era en verdad el camino para llegar al Padre y a la realidad de Su mundo. Pero que en ese proceso él, que comenzó siendo una referencia objetiva para los demás, debía desaparecer como tal para convertirse en referencia de uno mismo, de lo que cada uno es.

(…)

En el sentir de Jesús, todo había sido ya expresado. Lavó a Judas los pies y apenas concluyó el acto le dijo escueta y serenamente: “Ve y haz lo que debes”. Apenas dos horas más tarde, Jesús fue atrapado por los soldados y arrastrado sin consideración; arrebatado de la intimidad de los olivos, del aroma de las flores, de la hierba húmeda y del parpadeo de las estrellas, que no le verían más…” 


Félix Gracia (del libro “Yo soy el camino”, del mismo autor)


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